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Mosaico editorial

REDACCIÓN DE ROUTED  |  20 DE JUNIO 2020  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS  |  ROUTED Nº10

Aunque el coronavirus no ha afectado negativamente el trabajo de Routed, cada uno de los miembros de nuestro equipo, repartido entre cinco continentes, ha tenido que enfrentarse tarde o temprano a las restricciones de movilidad derivadas de la pandemia.

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Hemos decidido compartir nuestras experiencias con nuestros lectores en forma de teselas, uniendo reflexiones individuales que, en conjunto, componen el mosaico de nuestra realidad actual.  

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Así es como han transcurrido los últimos dos-tres meses para el equipo de Routed.

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Crecí sin preocuparme mucho de las fronteras. Ha hecho falta una pandemia global para hacerme sentir realmente lo que significan las restricciones a los viajes. Cuando Senegal anunció el cierre de sus fronteras, la gente empezó a acampar delante del aeropuerto, esperando conseguir de alguna manera una plaza en alguno de los vuelos ya llenos. De repente, mi nacionalidad importaba, ya que de ella dependía conseguir o no embarcarse en uno de los vuelos de repatriación. Después de una semana de angustia, me beneficié de los privilegios de mi pasaporte y fui repatriada. Una semana de incertidumbre fue ya una experiencia perturbadora —no me atrevo a imaginar lo que debe ser vivir así durante meses y años.

Mi madre y yo tuvimos que cancelar un viaje para visitar el pueblo de Moldavia donde nació mi Abuela. Su familia eran alemanes étnicos que se marcharon de Moldavia durante la Segunda Guerra Mundial como parte del movimiento “Heim ins Reich” —no parece que estuviéramos del lado correcto de la historia. Mi Abuela siempre dijo que su familia había tenido que cruzar nadando un lago cuando “escaparon” del pueblo. Pero no era una narradora muy fiable; yo nunca estuve segura de si sus historias eran ciertas, completamente inventadas, o si eran experiencias reales pasadas por el filtro de décadas recordándolas una y otra vez. Como no pude verlo en persona, encontré el pueblo en Google Maps. Es un lugar diminuto, pinturesco, rodeado de campos ondulantes, que limita con la orilla de un lago. Si mi Abuela lo cruzó a nado o no cuando su familia “escapó”, no lo sé. Murió hace unos meses, cuando mi madre y yo deberíamos haber estado en Moldavia, así que no creo que llegue nunca a estar segura. Pero saber que el lago está allí, esperando por mí, ya es algo.

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Lo que más me llama la atención es cómo el COVID-19 ha cambiado el significado de algunos lugares. Las tiendas y los mercados, hasta ahora concebidos como lugares de intercambio y encuentro, se han convertido en lugares de sospecha, distancia y competición. Lo mismo ha ocurrido con los transportes públicos, descritos antes de que llegara la pandemia como las primeras y más amplias redes sociales. Quedarse en casa está acabando con los nervios de algunos, pero, ¿estamos listos para reconciliarnos con los espacios públicos?

Confieso que, cuando escuché por primera vez las sirenas antiaéreas un sábado por la mañana en Jordania, lo primero que pasó por mi aún adormilada cabeza fueron las tensiones geopolíticas, antes que la pandemia. A las medidas de distanciamiento social siguió un toque de queda completo e indefinido para impedir que la gente saliera de casa, incluso para comprar comida. El primer día de confinamiento fueron arrestadas 400 personas, presagiando lo que sería “uno de los confinamientos más estrictos del mundo”. Los jordanos me preguntaban por qué yo —que siempre había tenido el privilegio de la movilidad y la protesta— me había quedado en un país en el que el confinamiento, el toque de queda y los arrestos dictaban la movilidad de cuantos están en su territorio. “¿Se permitiría un confinamiento total así en tu país? La gente protestaría, ¿verdad?”, me preguntó un amigo. Cuando comenzó la reapertura, mis amigos bromeaban: “¿Ves? ¡Ahora podemos movernos como en Suecia!” La pandemia está sacando a la luz las estructuras de desigualdad que rodean los amortiguadores económicos frente a las crisis, pero también nuestra capacidad para movilizarnos y movernos.

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La pandemia ha llevado al cierre de espacios educativos y ha causado cambios dramáticos. El traslado del sistema educativo de un formato presencial a la educación online ha puesto de relieve cómo la pobreza digital tiene un impacto sin precedentes sobre las desigualdades en el aprendizaje. Muchos estudiantes jóvenes pobres se han visto sin acceso a la educación online, mientras que sus compañeros más ricos han podido crear un ambiente de escuela en su propia casa. El aprendizaje online plantea barreras adicionales al éxito educativo de los estudiantes más desfavorecidos. Las medidas de distanciamiento físico y social han traído aislamiento y alteraciones para todos, pero para mí es difícil imaginar lo que sería no tener un acceso estable a un teléfono, un ordenador e Internet durante el confinamiento.

Desde que comenzó el confinamiento, todos los que no somos trabajadores esenciales nos hemos vuelto cada vez más dependientes de las ventanas (analógicas y virtuales) para comunicarnos con otros. Mientras se vaciaban los espacios públicos, una sociedad de ventanas comenzó a forjarse. En España, los balcones y terrazas se han convertido en un escenario central de la vida social confinada, con sus propias dinámicas de inclusión y exclusión. Yo tengo suerte: el piso donde vivimos tiene un balcón que mira a la calle. Cada manzana ha visto cómo las dinámicas de cooperación, conflicto y rito migraban a esta esfera semi-privada y semi-pública. Las nuevas prácticas de construcción de comunidad llevaron a algunos a idealizar el redescubrimiento de los lazos del vecindario en la ciudad moderna; en mi calle, aplaudimos a los sanitarios, cantamos y bailamos al ritmo del altavoz de los vecinos, y colgamos dibujos infantiles con mensajes de esperanza. Pero el descontento también trepó por las ventanas, con las caceroladas contra la corrupción de la monarquía o contra la gestión de la crisis por parte del gobierno. En otros lugares, los balcones albergaron rituales y celebraciones, desde las procesiones de Semana Santa hasta la Feria de Abril. Ahora se ha acabado el confinamiento, los bares han reabierto sus puertas, y muchos han regresado al trabajo. Conforme recobramos los espacios sociales tradicionales, los balcones están regresando al ámbito del hogar y alejándose de la calle.

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Se pueden decir muchas cosas sobre la respuesta del Reino Unido al coronavirus. Desde las indicaciones sobre mascarillas hasta la imposición del confinamiento, podría resumirse rápidamente en una política de “estar convencidos de saber hacer las cosas mejor que el resto hasta que se demuestre categóricamente lo contrario”. Tal vez haya llegado el momento de dejar a un lado la barrera de la fe en la apabullante singularidad nacional del Reino Unido y reconocer que algunas experiencias —como el placer de ver el reencuentro del elenco del Señor de los Anillos— no están confinadas por las fronteras nacionales.

Aunque suelo quejarme de ser de un país tan remoto como Australia —22 horas de vuelo desde Londres, 11 horas desde Beijing—, ahora tengo motivos para estar profundamente agradecida. La salud y la riqueza de Australia y, sobre todo, nuestra distancia y fronteras marítimas nos han protegido de muchos de los embates de la pandemia. Con la ventaja de tener una baja densidad de población y una inclinación cultural a seguir las normas, nos hemos entretenido colocando en las ventanas osos de peluche y arcoíris para los niños (y adultos) que paseen por la zona, o convirtiendo la rutina semanal de sacar la basura un entrenamiento para otros que también están atrapados en la monotonía del confinamiento.

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