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Corrientes del océano: cabalgando las olas de la historia desde un pequeño pueblo de Madagascar

MADISON BRADT  |  17 DE AGOSTO 2019  |  ROUTED Nº5  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS
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Parte del lugar de las excavaciones en Kingany; la excavación fue muy difícil debido al suelo arenoso de la zona. Fotografía de Nathan Anderson.

Lo mejor de los albergues es que allí se conoce a gente interesante. Esto es lo que turistas sin blanca de todo el mundo se repiten a sí mismos mientras intentan dormir en medio de la cacofonía de sonidos (muchos de ellos de origen sospechoso) que pueblan la noche en uno de estos dormitorios. En esta ocasión, en un albergue en Antananarivo (Tana), la capital de Madagascar, di con una compañía especialmente interesante: Nathan Anderson [1], estudiante de doctorado en Arqueología Islámica de la Universidad de Exeter, y su novia Kasia.

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¿Deben de estar de vacaciones en Madagascar, verdad? No, en realidad Nathan estaba en Madagascar para excavar las ruinas de un asentamiento comercial en la costa noroeste del país como parte de su investigación doctoral sobre identidad religiosa en las fronteras del mundo islámico alrededor del año 1000.

 

Tengo que admitir que esto fue una sorpresa. La history de Kingany, el yacimiento que estaba excavando, fue desplegándose primero a partir de unas cervezas y más adelante en una entrevista por correo electrónico después de finalizar la excavación; es el hilo conductor de este artículo y no resultará reconocible para muchos en Occidente. Mientras nos sumergimos en esta historia, les invito a considerar por qué esto es así, y qué consecuencias tiene. Yo les propondré algunos de mis argumentos, pero reconozco abiertamente que no alcanzan a capturar el complejo proceso por el cual nuestro entendimiento e imaginación colectivos del pasado se crean y se extienden.

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En mayo de 1506, el almirante portugués Tristan da Cunha decidió quemar un pueblo. [2] Habían pasado apenas ocho años desde que Vasco da Gama había llegado a la soleada India, abriendo una ruta marítima directa desde Asia hacia Europa, y los portugueses (a los que rápidamente se unieron otras naciones europeas) estaban manos a la obra estableciendo su presencia en el Océano Índico. Comerciaron, asaltaron, saquearon y acabaron por colonizar comunidades costeras desde el Este de África hasta Indonesia, aventurándose también hasta China.

 

El pueblo en cuestión estaba en la costa noroeste de Madagascar, enfrente de las bases comerciales portuguesas que ya estaban apareciendo al otro lado del canal, en Mozambique. La historia que sigue es bien conocida para cualquiera que haya estudiado historia colonial: los habitantes se negaron a comerciar con la tripulación del barco, y hubo un altercado en el cual el traductor del barco resultó herido. ¿Qué otra cosa se podía hacer, más que quemar el pueblo? Pero cuando la tripulación llegó aquella noche, probablemente armados con antorchas y mosquetones, se encontraron con que el pueblo había quedado completamente vacío, con la excepción de una anciana.

 

Este pueblo puede haber sido o no Kingany, el yacimiento que Nathan excavaba en Madagascar. Pierre Verin, quien en los años setenta fue el primer y único arqueólogo en hacer una prospección de este lugar, creía que sí lo era, basándose en la historia oral local y en documentos portugueses. Nathan, por su parte, no está tan seguro, y está examinando esta teoría como parte de su investigación. Incluso asumiendo que Kingany fuese este pueblo, ¿qué hace que la historia sea tan interesante? Una pregunta sencilla: por qué los vecinos abandonaron el pueblo. Tal vez adivinaron que aquellos hombres blancos eran peligrosos, o tal vez lo sabían con certeza. Verán, esta población no era un tranquilo pueblo pesquero, sino un centro de comercio de pleno derecho, un punto exterior de una red de comercio y conexiones que abarcaba toda la extensión del Océano Índico.

 

Si bien muchos conocen la Ruta terrestre de la Seda de China a Europa, pocos en Occidente saben de la existencia de una ruta comercial paralela a lo largo de las costas del Océano Índico. El comercio costero llevaba desarrollándose durante miles de años, habiendo comenzado probablemente con viajes cortos dentro de una misma región, pero convirtiéndose en una fuerza notable en el Océano Índico Occidental alrededor del siglo VI a.C. Podemos decir con seguridad que África Oriental era parte de estos intercambios desde el primer milenio de nuestra era, pero no está claro que estuviera incluida antes de esa fecha. También había conexiones con el Mediterráneo a través de Egipto y Arabia; los portugueses suprimieron a los intermediarios, pero no eran en absoluto los primeros en traer bienes desde el Océano Índico a los mercados europeos. A través de esta red se intercambiaban bienes (especias, tejidos, piedras preciosas), pero también ideas, productos agrícolas (caña de azúcar, especias, gallinas), religión (en especial, el Islam), idiomas y personas (colonos, migrantes temporales, esclavos —sí, esclavos. Había un boyante comercio de esclavos antes (¡y después!) de que los europeos llegaran al Océano Índico. Es una parte de la historia ignominiosamente olvidada).

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Kingany, y Madagascar en general, son ejemplos sobresalientes de la capacidad de esta red para hacer circular personas e ideas, así como bienes. Se han encontrado en Kingany objetos procedentes de China, el Sudeste Asiático y el Golfo Pérsico. Asimismo, el cristal de roca de Madagascar puede haberse utilizado en Fustat, en el Egipto fatimí; los habitantes del pueblo también comerciaban con otros bienes como arroz, ganado, metales preciosos y esclavos. La gente de Kingany eran musulmanes, y buena parte del yacimiento está compuesto por tumbas construidas con coral y caliza, en un estilo que se encuentra a lo largo y a lo ancho de la costa de África Oriental.

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La red comercial es lo que llevó a la gente allí en primer lugar; después de todo, Madagascar es una isla. Esto se puede ver claramente al examinar la lengua malgache. Es una lengua austronesia, emparentada con lenguas que se encuentran en Indonesia, y se cree que nació en Borneo. Sí, ese Borneo que está al otro extremo del Océano Índico. Sin embargo, el malgache también ha recibido una gran influencia de las lenguas bantúes (la familia bantú es a la que pertenecen la mayor parte de las lenguas africanas), que va más allá de meros préstamos lingüísticos. Tiene también préstamos del swahili y del árabe, incluyendo los nombres de los días de la semana (algo relevante ya que la semana de siete días no es universal, y fue probablemente también una importación).

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Culturalmente, hay una gran afinidad cultural con Indonesia, pero también una mezcla; los habitantes de las montañas, a los que normalmente se considera más “asiáticos”, cultivan arroz pero también tienen ganado, algo que se cree que fue importado de África Oriental; mientras que los habitantes de la costa, que se suelen considerar más “africanos”, pescan utilizando barcos similares a los que se encuentran en Indonesia. Genéticamente, el ADN del país se divide casi por igual entre aquellos con ascendencia “asiática” y “africana”, documentándose también antepasados árabes, indios, papúes e incluso judíos. De nuevo, hay amplios debates sobre cuál de los grupos llegó primero, y cuándo lo hicieron. Sin embargo, los datos más sólidos parecen indicar que la colonización de Madagascar se produjo hace 1350-1100 años.

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La situación de Madagascar en el espacio del Océano Índico que esto dibuja es aún más compleja de lo que puede desprenderse del análisis de las redes comerciales. Estas conexiones poblaron la tierra y permitieron que aquellas personas intercambiaran bienes, ideas y lenguas, creando un lugar en el que se hablaba (probablemente) un idioma llegado de Austronesia, se practicaba una religión que nació en los mares de arena de Arabia, se construían tumbas en un estilo que había surgido en el Mar Rojo y se comían alimentos originarios del continente africano, tal vez en recipientes de cerámica china. O al menos la cerámica china estaba cerca.

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Esto queda muy lejos de la imagen popular de Madagascar en Occidente, en la que tal vez ni siquiera aparecen personas, solo siluetas de árboles de baobab y lemures que quedarían estupendos en Instagram. La falta de conocimiento sobre la historia de un país insular es lamentable pero comprensible; no obstante, el hecho de que la amplia red de intercambios en el Océano Índico apenas está presente en la imaginación occidental es bastante más serio. La ignorancia ayuda a extender el mito de que África (y otros lugares del Sur global, en menor medida) era inmóvil, “primitiva” y estaba desconectada del mundo antes del contacto europeo, un argumento utilizado para justificar el colonialismo en el pasado. Aunque esto ya no ocurre, estos estereotipos dañinos siguen existiendo y coloreando las percepciones occidentales de África (y otros muchos lugares). Conocer esta historia también contribuye a combatir una noción eurocéntrica de la historia que suele ignorar los logros y las vidas de la gente antes de que fuesen “descubiertos” por Europa. Por ejemplo, el contexto histórico que acabamos de delinear nos da una imagen muy distinta del incidente de la quema del pueblo: los habitantes pasan de ser nativos recelosos que atacaron irracionalmente a los visitantes, a ser personas que probablemente habían escuchado historias sobre los barcos extranjeros que causaban estragos y estaban razonablemente preocupados.

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Más allá de proporcionar un contexto para el mundo de hoy, entender cómo se escribe, recuerda y enseña la historia nos muestra cómo comprendemos el mundo. La historia no es una sucesión neutral de hechos: es un argumento y siempre contiene algún sesgo o prejuicio. A veces, el argumento es grueso y deja fuera algunos acontecimientos o los tergiverse. Con mayor frecuencia, es un matiz sutil que tal vez resida solo en el tipo de lenguaje utilizado, o en las fuentes que se consideran “válidas”. El propio hecho de que yo haya utilizado el término “precolonial” para indicar el periodo de la historia que estamos examinando (y haya comenzado el artículo con una historia sobre los portugueses) ya sitúa el contacto con los europeos como el suceso fundamental en la historia malgache, y encuadra toda la historia de la isla en relación con este hecho. No se me pasa por alto que estoy precisamente criticando este tipo de representación de la historia no europea, pero para ser sinceros, carezco del lenguaje necesario para hacerlo de otra forma.

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Además, la cuestión no es solo que la falta de contexto afecte a las ideas que tenemos sobre determinadas personas y lugares, sino que nuestra carencia de contexto implica que este tipo de conocimiento —sobre estas personas y esta época— no se valore en las sociedades occidentales. Con frecuencia, a Nathan le preguntan: ¿por qué estudias el Islam?, ¿por qué África?, ¿de qué te sirve eso?, preguntas que difícilmente se le plantearían a alguien que excavase ruinas romanas o griegas. Esto lleva a una conversación algo desalentadora sobre quién decide lo que se debe enseñar y lo que merece ser representado, y cuáles son las formas aceptables de conocimiento, que les invito a continuar ustedes. Lo que sí diré es que la falta de valoración contribuye a un mayor abandono del estudio de esta parte de la historia; según Nathan, hay pocos arqueólogos trabajando en Madagascar y África Oriental, y muchos yacimientos están amenazados por actividades humanas o por la subida del nivel del mar. En algo que podríamos considerar un ciclo que se perpetúa a sí mismo, corremos el riesgo de perder una historia de la que sabemos poco porque ni sabemos ni nos preocupamos por ella, con lo que podremos conocer aún menos de ella en el futuro.

 

Dejando atrás las espinosas cuestiones de la representación histórica, esta crónica también plantea la posibilidad de pensar la historia de otra manera; en lugar de estudiar solo entidades territoriales específicas y separadas, podemos construir la historia a través de las redes y la movilidad: a través del comercio, el intercambio de información y las migraciones [3]. También podemos concebir el Océano Índico entero como un único espacio de conexión, influencia y cambio. Por último, nos recuerda la importancia de estudiar lo que se conoce como migraciones, movilidad e intercambios “Sur-Sur”. Las cosas (y las personas) no fluyen hacia el Norte por sí solas, después de todo.

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Hay muchos más interrogantes que podrían abrirse aquí pero hace ya varias páginas que hemos superado el límite recomendado de palabras para este texto. Así que en lugar de continuar escribiendo, les dejaré con una serie de preguntas: ¿Por qué sabemos lo que sabemos? Dicho de otro modo, ¿por qué sabemos lo que sabemos, de la manera que lo sabemos? ¿Cómo influye lo que sabemos y la forma en que lo sabemos en nuestras ideas y acciones, así como en las ideas y acciones de nuestras sociedades y gobiernos? Y no solo en el contexto de la historia; en todo lo que nos rodea.

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Notas y referencias

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[1] Sus biografías aparecen al final de este artículo.

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[2] De hecho, se pueden leer los registros de cualquier barco portugués que no esté en este momento en el fondo del océano. Sin duda, hay sesgos muy interesantes que analizar.

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[3] Esto es frecuente en la historia popular, véase libros como The Graves of Tarim and The Silk Roads.

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Me gustaría dar las gracias a Kasia y a Nathan por soportar mis preguntas y contribuir a este artículo. Afrontaron varios días de duro viaje para llegar al yacimiento y vivieron en condiciones que podemos describir generosamente como “sencillas” para finalizar la excavación. Ambos trabajaron jornadas de doce horas durante tres semanas, con la ayuda de habitantes de la zona, y ahora Nathan tiene frente a sí varios años de trabajo para analizarlo todo. Le deseo a Nathan la mejor suerte en su doctorado; estén pendientes cuando se publique dentro de unos años, ¡tal vez pueda cubrir las lagunas de este artículo!

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Madison Bradt

Madison tiene un Grado con Honores en Desarrollo Internacional de la Universidad de Toronto y un Máster en Estudios Migratorios de la Universidad de Oxford. Ha vivido y trabajado en varios países, incluyendo Malawi y Sudán.

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Nathan Anderson & Kasia Edlund

Nathan completó un Grado en Ciencias de la Tierra y Antropología en la Universidad de California, Santa Cruz en 2011, y un Máster en Historia del Arte y Arquitectura del Oriente Próximo Islámico en la Escuela de Estudios Orientales y Asiáticos (SOAS) de la Universidad de Londres en 2014. Está actualmente trabajando en un doctorado en Arqueología Islámica en la Universidad de Exeter. Su tesis examina la identidad religiosa en la frontera del mundo islámico entre el final del primer milenio d.C. y el comienzo del segundo, con especial atención a los establecimientos en el canal de Mozambique. Su investigación doctoral ha incluido una serie de visitas de reconocimiento arqueológico a Cabo Delgado, en el norte de Mozambique, y Boeni Bay, Madagascar, así como una excavación arqueológica en el noroeste de Madagascar en la primavera de 2019. Su investigación está dirigida por el profesor Timothy Insoll y el doctor John P. Cooper del Centro de Arqueología Islámica y el Instituto de Estudios Árabes e Islámicos.
Además de sus estudios académicos, ha trabajado como arqueólogo profesional durante más de seis años. Durante ese tiempo, ha desempeñado posiciones de liderazgo tanto en prospecciones como en excavaciones de campo, y ha acumulado experiencia como supervisor de archivo arqueológico en el Monterey Bay Archaeological Archive. Ha realizado investigaciones arqueológicas en las fases I (prospección), II (excavación) y III (restauración y tratamiento de los datos obtenidos) en Bilad al-Qadim y Muharraq, Bahrain; el desierto de Mojave en California con RedHorse Corporation y CH2M; en las llanuras de inundación  del río Mississippi con Illinois State Archaeological Survey, y en Tanzania con Rice University.
 
Kasia estudió Ciencias de la Tierra y trabajó en el ámbito de las ciencias medioambientales antes de trasladarse al Reino Unido con Nathan, para que este realizase su doctorado.

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